Sacrificio.
Bom... la cabeza
me da vueltas, siento como si me estuvieran aplastando la cabeza, intentando
hacerla pequeña. En clase de historia nos contaron que había unos indios, o
aborígenes, creo que debería ponerme estudiar, del cual no recuerdo su
procedencia, que achicaban las cabezas de sus habitantes. No se cómo sentirían
esa sensación cuando lo hacían o si se los hacían en vida. Pero algo así me
siento, o peor. El olor del lugar no me ayuda, las ventanas estaban cerradas y
esto impedía que entrara ruido o saliera, así como el olor a cobre que
ambientaba la habitación.
No daba más, mi
cabeza explotaría en cualquier momento, al menos ya dejo de llorar, de suplicar.
Mientras bajaba
la escalera breves y rápidos recuerdos venían a mi mente. Podía verlo ahí, al
final de la escalera mirando al mismísimo vació que le cree, no había lágrimas,
solo sangre. Un gran charco de sangre. Y así comenzó todo...
Mis notas no son
lo que yo o mis padres desearían para mí. Sus esfuerzos por mis estudios han
sido en vano, no he podido ser lo que ellos deseaban, querían lo mejor para mí
pero solo he podido darles vergüenza.
Mi vida se vino
en pique cuando mis notas comenzaron a bajar, pude zafarme la mayoría de mis
años en la secundaria pero lo que fueron los últimos dos, todo se vino abajo.
Junto conmigo, mis compañeros, mi familia y todo lo que se me podría ocurrir y
lo que no.
"Es que no
logro entender los temas"; "Ya mejorare, lo prometo". Solo
excusas, míseras, estúpidas e inservibles excusas. De nada sirvieron, nunca me
fueron útiles, solo era una manera de alargar el tiempo, impedir lo inevitable.
Incluso deje de
dormir, deje de soñar, deje de creer que todo estaría bien.
Cambie, todo
cambio de mí. La chica llena de sueños, esperanzas, alegría se había ido de mí.
Lo que dejaba para mi privacidad lo empecé a mostrar. La infelicidad de mi
rostro ya dejaba de ser oculta tras una sonrisa, incluso empecé a envejecer,
si, suena raro pero empecé a envejecer. El pelo se me caía, veía como mi piel
se agrietaba... Mis dientes se opacaban. Envejecía en la flor de la vida. Hasta
que, ese día encontré la solución.
En mi instituto
hay doce pruebas importantes, una por cada mes. Si, sé que las clases no duran
doce meses pero los desgraciados toman doce evaluaciones. hay meses donde tomen
dos, a veces tres o más. La cosa es estar listo, cada prueba es por materia. Y
si desapruebas no podrás aprobar la materia, durante los primeros cinco años
llegaba a la nota mínima para aprobar pero cuando llegas a los últimos dos no
es suficiente, no puedes graduarte sin tener una nota perfecta, en caso de no
conseguirla repites el año, cursas cada materia de los últimos dos. Los pocos chicos que no aprueban son muy mal vistos
en el colegio, me he reído tanto de ellos que no podría ser uno más.
Según un
programa de Discovery Channel, del cual no recuerdo el nombre porque ¿Quién se
acuerda los nombres de esos programas o le presta atención? Quiero decir, hay
que estar demasiado aburrido para estar viendo uno de esos. Volviendo al tema,
sacrificios. Antiguas civilizaciones hablaban que si sacrificabas a un
habitante de tu comunidad obtenías un milagro.
Mi comunidad, es
mi clase. Mi milagro, aprobar las doce pruebas pero una muerte significa un
milagro, traducción, una sola materia.
¿A qué me
refiero? Fácil, En mi curso eran... 33 personas, 12 murieron por una causa
desconocida, 5 escaparon porque se corría un rumor que era por una maldición
que había caído casualmente a nuestro curso. Solo era por un friki que había
visto uno de esos animes con historias raras que lo dejo con el trauma. Y ahora
quedamos 13, el número de la suerte. De la mía. ¿No entienden?
Hace dos años
atrás estaba en una de esas noches llenas de humedad quejándome de cómo se
encontraba mi pelo, en cada cepillada se caía uno o dos mechones. Intentaba
arreglarme porque venía uno de esos chicos lindos a estudiar a casa. Nos
entendemos, ¿No? Bueno, no es de esa forma. Realmente venía a estudiar.
Termine de
arreglar mi rojizo pelo, lo ate en una coleta alta. Me vestí con una camisa cuadrille
-Que me iba un poco grande- blanca y
negra, un jean desgastado -Que también me
iba suelto- y descalza.
El timbre sonaba
con insistencia, a los gritos avisaba que estaba en camino. Baje lentamente la
escalera, no quería caerme, suelo ser muy torpe. La cabeza me dolía
terriblemente, pegue un grito de dolor al cortarme con un trozo de vidrio que
descansaba sobre uno de los escalones, lo arranque de mi tobillo, tirándolo al
piso y continué mi camino. La cabeza me explotaría, en cualquier instante mis
sesos volarían por todos lados dando un nuevo color a la sala.
Este chico, del
cual actualmente no recuerdo el nombre -Aunque me acompañe diariamente a cada
lugar donde vaya. Al menos tiene la decencia de esperar afuera del baño- estaba
sentado sobre la entrada de casa, con el brazo estirado para poder alcanzar el
timbre, giro su cabeza hacia mí y simplemente sonrió -Es raro que a pesar de todo, aun me sonría- se levantó con la
ayuda del marco de la puerta.
Una vez
instalados en mi habitación comenzó a explicarme mi peor pesadilla. Intentaba
descifrar cada horror que había en ella, cada incógnita, cada algo que nunca
lograba entender. Pero me di por vencida tirándome sobre la cama.
—Odio
matemáticas, no logro entender —El morocho de ojos claros solo se reía de mí—.
Si antes me dolía la cabeza, ahora peor.
—Solo necesitas
práctica.
—Necesito
práctica en tantas cosas, como el sexo, hace mucho no lo practico —Si, lo dije
en voz alta. Maldita mi boca y mis hormonas —. No, no.
El pelinegro
tomo esas palabras como la señal equivocada, y se abalanzo sobre mí. Me tomo
del cuello y fue directo a mi boca. Sus labios chocaron con los míos y su mano
descendía a mis senos. No pude evitar largar un gemido que se perdía en su
boca. Su mano hacia cada vez más presión sobre mi pecho derecho, entre gemidos
pierdo la noción de todo y no me doy cuenta cuando mi camisa esta desprendida
dejando ver mi corpiño negro, mis piernas separadas con el jean desprendido y
el masajeando mi entrepierna. Su erección podía verse a flor de piel y chocaba
con mi pierna.
Lo primero que
hice al reaccionar fue tomar mi lámpara, rompérsela contra la cabeza.
—Loca de mierda
Empecé a
arrojarle los adornos que tenía sobre mi mesa de luz mientras que comienza a
correr fuera de la habitación. Su pálida piel me deja observar con facilidad
ese rastro carmesí que produjo mi lámpara al chocar con su cabeza. Y me gusta
ese color.
Me levanto para
perseguirlo y mi pantalón cae a mis tobillos, lo más fácil es sacármelo. Lo veo
correr por el pasillo que lleva a la escalera, corro detrás de él como si se
tratara de una película de acción donde el malo persigue al bueno. El idiota
pisa el trozo de vidrio haciendo que caiga por la escalera rodando y yo, como
siempre, bajo lentamente los escalones. Tomo el pequeño esa pequeña pieza de lo
que alguna vez fue un jarrón, un vaso o algo, lo veo dando un grito de dolor y
en mi mente pasan muchas cosas.
Veo a los jefes
de las civilizaciones antiguas dando el discurso antes del sacrificio, veo a la
víctima arrodillo pidiendo a los Dioses que su muerte no sea en vano. Y veo a
los seres divinos cumpliendo los milagros. Observo al morocho pidiéndome
disculpas. Queriéndome dar explicaciones sobre lo que paso arriba, que hace
tiempo no tiene sexo, que comprendió mal mis palabras y pensó que era una señal
para que me tome en mi cama, en mi habitación, en mi casa faltándole el respeto
a mis padres que esta noche están ausentes. Y los escucho, a ellos diciendo:
Hazlo y tendrás tu milagro.
Ha pasado seis
meses, mi cabello vuelve a crecer, mis dientes toman ese color blanco que me
gusta presumir al sonreír.
Doce milagros se
me cumplieron. Acá estoy, en mi último año, a punto de graduarme. Mi cuerpo vuelve
a ser el de una chica de 18 años, mis caderas firmes y presumidas al moverse.
Aun necesito
doce milagros más para ser libre a todo esto. Mi comunidad es mi clase, que hoy
en día es como un reloj de 13 horas, que espera que se cumplan los 60 minutos
rogando que el próximo sea su compañero de banco. Y ahí, el numero 13 sentado
al final de la clase, usando sus brazos como almohada. Mirando los números que
hay para elegir.
El timbre de
casa suena dos veces mientras bajo lentamente los escalones.
—Malas noticias,
Eugénie. —Me dice el morocho que me espera abajo, lleva el cabello alborotado
presumiendo su marca carmesí en la frente. Al caminar cojea, al menos le quedo
esa cicatriz y no su erección —. Muy malas.
En la puerta hay
un hombre alto, de unos 30 años -Quizás 40 pero no lo aparenta- con el pelo
bien peinado hacia un costado, de ojos oscuros y las manos en los bolsillos. Se
presenta ante mi madre como el nuevo inspector del caso "Tiempo" -Luego les explico-. Inmediatamente miro
a mi costado y veo a mi morocho sonriendo y golpeando sus dientes con el aro
que lleva en su lengua. Y detrás de él mis 11 milagros pasados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario